El Castillo San Carlos, el rincón de Concordia que inspiró al autor de El Principito

El Castillo San Carlos, el rincón de Concordia que inspiró al autor de El Principito

El Castillo San Carlos es una antigua residencia que corona la cima de la colina más alta de Concordia, ubicada en el parque del mismo nombre: las 70 hectáreas del Parque San Carlos le permiten al visitante pasear y disfrutar del verde que domina el paisaje entrerriano, a la vera del río Uruguay. Hasta allí llegó Antoine de Saint –Exupéry en la década del ’30 para llevarse consigo, sin saberlo, las impresiones que luego se convirtieron en historias y personajes del libro más querido de la literatura infantil —y de la literatura en general—: El Principito.

La historia de este edificio se remonta a las últimas décadas del siglo XIX. En 1886, la familia Demachy llega a Concordia y se instala en el hotel Gran Colón, inaugurado poco tiempo antes y ubicado frente a la Plaza 25 de Mayo. No está claro aún el motivo de la llegada de la familia, pero Verónica —la guía que nos acompañó durante el recorrido— nos explica las dos versiones más difundidas: por un lado, que Eduardo Demachy quiso casarseen Francia con una bailarina —algo que representaba una deshonra para una importante familia de banqueros de la aristocracia francesa— y que por eso debió abandonar su país; por el otro, que llegó gracias a un convenio celebrado en Francia entre empresarios concordienses y franceses con el fin de instalar una serie de saladeros a orillas del río Uruguay. Para Verónica, la segunda es la más cercana a la realidad, pero nos deja un interrogante: ¿por qué no podrían ir ambas de la mano?

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Demachy llegó junto a su esposa, Yolanda de Corbeil, y a su único hijo, Charles. Luego de entablar relación con los locales y hacer algunos negocios, le compró a la señora Vica Andreu —una viuda que prácticamente le regaló el terreno— 59 hectáreas para construir su residencia. Aquí, Verónica nos aclara: “Nosotros le decimos castillo, pero no lo es. Se lo llama castillo por algunas de sus características y comodidades, como por ejemplo, la distancia a la ciudad. De aquí al centro de la ciudad hay 30 cuadras aproximadamentey, aunque no lo parezca, para la época era una gran distancia”. El arquitecto que trabajó en la construcción le agregó un detalle particular: socavó los laterales de la colina para construir dos alas semienterradas. “Nosotros estamos ahora ubicados en la planta de acceso a la planta alta y debajo no hay nada, pero en los laterales socavados había habitaciones que formaban las alas semienterradas. Por eso, aunque veamos dos pisos, el castillo es más que eso. En total, el edificio contaba con 27 habitaciones, es decir, ¡1200 m² cubiertos paraaquella época!”, explicó la joven correntina.

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La residencia contaba con todos los lujos: “en lugar de iluminar con velas, había dos gasógenos que producían gas acetileno y el gas salía a través de una cañería interna de la que todavía quedan rastros”, comentó Verónica señalando las marcasaún visibles en la pared. Otro dato curioso es que la cocina estaba ubicada a 250 metros del edificio principal, por lo que “la comida llegaba hasta la antecocina en un carruaje especial con planchuelas de acero con brasas que mantenían la temperatura y luegola subían por medio de un montacargas y la servían en los comedores”. Para los más chicos, nuestra guía ofrece, entre risas, una explicación modernizada: “quizás así haya nacido el delivery”.

La construcción de la residencia llevó dos años—entre 1886 y 1888—, pero no fue lo único que planificó Demachy: al mismo tiempo, construyó un saladero, una fábrica de extractos, una jabonería, una carpintería, casas para los peones y algunos galpones. Más de 1.200 obreros trabajaron para él y hubo mucho trabajo en la zona, pero no hubiera podido hacer nada de eso sin dinero: tuvo que pedir dos préstamos —uno al Banco Hipotecario Nacional y otro al Banco Popular— que nunca terminó de pagar. Apenas tres años después de haberse instalado, la familia abandonó el castillo sin previo aviso. Allí quedaron los lujos, el mobiliario…y las deudas. 

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Comenzó entonces una historia de idas y vueltas que terminó hace tan solo algunos años al realizarse la puesta en valor y el acondicionamiento del edificio que hoy podemos recorrer. Tras la fuga de Demachy, el Banco Hipotecario compró la parte que le correspondía al Banco Popular — Eduard había dejado el castillo como garantía en ambos bancos— y remató la propiedad. Dos socios la compraron y la administraron durante veinte años, pero en 1927 deciden vendérsela a la Sociedad Rural de Concordia.Un año después, en 1928, pasa a manos de la Municipalidad de Concordia, que convierte el parque en un espacio público y decide alquilar la casa a otra familia francesa…

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Los Fuch Valon se instalaron allí en 1929. Durante esa época, Antoine de Saint-Exupéry volaba los cielos argentinos en busca de nuevas postas para el servicio de correo aéreo. Luego de sobrevolar la propiedad, decidió aterrizar en uno de los claros del terreno: al tocar el suelo, una de las ruedas del avión impactó contra una vizcachera y se rompió. Este — ¿fortuito?— inconveniente hizo que la familia le ofreciera hospedarlo en su casa mientras completaba las tareas de reparación del avión. ¿Por qué es especial, entonces, esta breve estadía del autor de El Principito? Ya tenemos algunos indicios: un piloto, un aterrizaje, un avión que necesita reparaciones. Faltan, sin embargo, algunos detalles: quienes encontraron al piloto fueron las hijas del matrimonio Fuch Valon, dos niñas de 9 y 14 años que, además, tenían una especial relación con los animales: les gustaba domesticar animales salvajes y tenían como mascotas especies poco comunes: un mono, una iguana, serpientes —que circulaban libremente por la casa—… y un zorro del monte. Pero hay algo más: la Sra. Fuch Valon tenía debilidad por una flor en particular:la rosa. Y es por eso que detrás de la casa había largos caminos con rosales que ella misma cuidaba y regaba. Dicho esto, ¿podemos creer que cualquier similitud con la obra cumbre de Saint-Exupery es pura coincidencia? Si bien los elementos pueden transformarse y adquirir nuevos significados, es inevitable pensar que los días pasados junto a esta familia quedaron en su memoria y que los ecos del Castillo San Carlos y sus habitantes llegaron hasta las páginas de El Principito.

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Visitar este lugar significa, por lo tanto, volver a nuestra infancia, a lo mágico e inocente. El Castillo San Carlos fue recuperado en 2011, luego de un largo proceso de puesta en valor y de importantes reparaciones que le devolvieron a Concordia uno de sus edificios más curiosos y emblemáticos —después del incendio intencional que sufrió en 1938 había quedado a merced del olvido y el abandono—. El recorrido, a cargo de guías locales, conduce a los visitantes por comedores, pasillos y casi una treintena de habitaciones que a principios del siglo XX contaban con los avances técnicos más destacados de la época —iluminación artificial y calefacción ‘centralizada’ gracias a la red de hogares—, pero también los conducirá hacia sus propios recuerdos… Una importante muestra con distintas ediciones del libro, cartas, y material sobre el autor se despliega en algunas de las habitaciones y acompaña al niño que fuimos —y que no debemos perder— hasta la hermosa escultura del asteroide B612 y del Principito que custodia,serena,uno de los jardines.

Las paredes de este castillo atesoran instantes de la vida de un aviador de correo postal que en ese entonces ni siquiera soñaba con convertirse en uno de los escritores más reconocidos del mundo: su obra —publicada en inglés en 1943 y en francés recién en 1946, luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial— se tradujo a más de doscientos cincuenta idiomas. El Principito, el zorro, la rosa —junto a los demás personajes— nos han enseñado una de las lecciones más importantes de la vida: que “lo esencial es invisible a los ojos”. Una lección que hoy en día —con el auge de las redes sociales, el materialismo y la cultura de la imagen— siguen siendo fundamental y que se ha vuelto, quizás, imprescindible para todos.

Patricia Ortiz
Corrección: Ailen Hernández
Crédito fotográfico: Caminos Culturales

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