El 9 de julio de 1816: un hecho, muchos procesos y miles de protagonistas

El 9 de julio de 1816: un hecho, muchos procesos y miles de protagonistas

Argentina es uno de los pocos países del mundo que tienen dos “fechas patrias”. En nuestro caso, muchas veces cuesta determinar la diferencia entre el 25 de mayo y el 9 de julio. Entre esas dos fechas y los seis años transcurridos, una Primera Junta que pone fin al período colonial da paso a una Asamblea Constituyente, la del Año XIII que adopta importantes medidas, y a un Congreso que se reúne en Tucumán y declara la independencia.

En esta nota especial para “Caminos Culturales”, Ricardo de Titto, historiador y autor de Las dos independencias argentinas, comparte este relato de los acontecimientos tratando de que los lectores aprecien el conjunto de elementos que confluyen para que, finalmente, las Provincias Unidas del Río de la Plata se presenten ante el mundo como un nuevo país construcción que, tras muchas luchas de casi cinco décadas, dará origen a la República Argentina influenciando también en forma directa en la formación de cinco países vecinos, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Chile y Perú. El 9 de julio es, por lo tanto, una gran fecha americana y como tal debemos festejarla.

Primera entrega:

Hay hechos y hay procesos. El acto de proclamación de la independencia celebrado el 9 de julio de 1816 en San Miguel de Tucumán se podría catalogar como un “hecho”: un grupo de gente se reúne y aprueba una resolución. Esa es la “foto”, la imagen que conserva nuestra memoria desde los años escolares y que con leves modificaciones se realimenta cada año. Laprida de pie, ceremonioso; la “casita” bien blanca y reluciente; el momento de las manos alzadas en el salón profundo, la emoción que se percibe en el aire, son versiones icónicas de un pasado “capturado” en los recuerdos “tipo Billiken” y tienen –digamos− su valor cultural, como representación identitaria, en este caso, de una “nación” que se “funda”, que nace; de un acto de gestación.

Comencemos por afirmar, en consecuencia, que los hechos existen: las batallas existen, los actos existen, un general con una mala decisión existe, los caballos se mancan y las ruedas se rompen… Existen también quienes plasman ideas en un escrito y la difunden por la prensa, tanto como son de carne y hueso quienes, en determinado momento, leen estos escritos. La infinita lista de tantos otros millones de pequeños y grandes sucesos cotidianos es imposible de describir o enumerar, pero todos ellos, aunque parezcan insignificantes, modifican en alguna medida la realidad. Los hechos se provocan y, a su vez, generan… pero ¿qué los genera a ellos?

Para intentar explicar los hechos hay que atender a los procesos y todos los procesos, por definición, son complejos: presentan múltiples aristas, combinan factores decisivos y otros secundarios, admiten diversos caminos de abordaje e interpretación. Toda realidad no es sino la combinación de segmentos desigualmente desarrollados de la economía, la sociedad, la política, la cultura, las guerras –cuestiones humanas y sociales− y muchos otros elementos en juego –como puede ser la geografía, el clima o un episodio geológico y, a veces, hasta algún incidente circunstancial con apariencia de anecdótico− que se combinan para dar surgimiento a lo nuevo.

El 9 de julio de 1816, en Tucumán surgió algo nuevo: un “país”, las Provincias Unidas del Río de la Plata −y “en Sudamérica” − manifestaba a la faz de la tierra su voluntad de conformarse como una entidad política independiente, una unidad de “provincias” con un contexto territorial no claramente definido –solo intencional, cercano al del viejo virreinato− y una unidad gubernamental común, el Directorio. También se aseguraba el expreso deseo de agrupar esa nueva entidad bajo una “constitución” formal, la que, finalmente, ese mismo Congreso dictará tres años después. (Que ese proyecto fracasara, por ahora, es harina de otro costal.)

Volvamos. El 9 de julio de 1816 veintinueve diputados congresales,[1] en representación de trece provincias presentes[2] aprobaron expresamente y a viva voz su conformidad con el Acta de Declaración de Independencia y estamparon su firma al pie del sublime texto. Como es sabido, la primera versión, de ese día magno, con la fórmula “una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli” manifestaba esa voluntad respecto de la tradicional monarquía opresora de la región. Para evitar suspicacias sobre posibles connivencias con otras potencias (la corona luso brasileña, en especial, pero también respecto de Inglaterra), diez días después, en sesión secreta y a sugerencia del diputado Pedro Medrano, se agregó de común acuerdo aquella frase “y de toda otra dominación extranjera”, con lo cual la idea de “independencia” quedó plasmada de modo fehaciente.

Aquí mismo podemos observar cómo, hasta en su redacción, hubo un work in progress, si atendemos al tiempo previo de consensuar la agenda del Congreso –que llevó cerca de tres meses−, los borradores del texto del Acta, la posterior redacción de sus versiones en quecha y aymará para facilitar su divulgación en el ajetreado Alto Perú y, por fin, los sucesivos manifiestos dirigidos a los pueblos vecinos como aquellos enviados a todos los rincones de la América hispana. Más aún, debe considerarse que con copias de esa misma acta se lanzaron a los océanos corsarios como Brown y Bouchard, que, en nombre de las Provincias Unidas, guerrearon a los barcos con bandera española en lugares tan distantes como las Filipinas, las costas brasileñas, Hawái, el Caribe y California y en defensa de valores republicanos y democráticos, enfrentaron y derrotaron a barcos esclavistas… en Madagascar, liberando su ominosa “carga” humana.

Circunscribiéndonos sólo a los textos originados por el Congreso y relativos directamente a la cuestión de la independencia se aprecia claramente esta comunión que sólo explica a los hechos como procesos. La historia es, justamente, la ciencia que estudia eso, las redes que se traman e interactúan en determinados períodos y regiones, tratando de desentrañar sus líneas –desde las más evidentes y aparentemente directas a las más complejas y abstrusas−, porque las cosas no “son” (ni “fueron”), sino que parecen, cambian, devienen, mutan y solo nos permiten aproximaciones sucesivas que nos acercan a la comprensión de los fenómenos que encierran. En consecuencia, nunca estará dicha la última palabra; y también es así respecto de nuestro querido y emblemático 9 de julio.

Porque hay más. El último manifiesto del “Congreso de Tucumán” se hizo días antes de su traslado a Buenos Aires.[3] Durante estos largos seis meses, las deliberaciones no estuvieron, justamente, encerradas en una plácida torre de cristal, allá en la “casita” venerada y, por supuesto, tampoco los congresales no vivieron aislados del mundo. Por el contrario, fue un semestre más que álgido, plagado de graves acontecimientos –revueltas, conflictos, crisis, persecuciones, invasiones, matanzas, ejecuciones, deportaciones, alistamientos …y fiestas− que, en lo interno y lo exterior, tenían a la guerra como violento telón de fondo: en el Alto Perú, con la denodada lucha de las Republiquetas contra la dominación realista; en Salta y Jujuy, con la resistencia de los “infernales” de Güemes a las sucesivas invasiones del ejército monárquico; en el Centro y el Litoral con la guerra civil declarada entre el Directorio y el Congreso contra la “Liga de los Pueblos libres” liderada por Artigas y contra los líderes de las rebeliones provinciales como Díaz y Borges en Córdoba y Santiago del Estero; en la Banda Oriental del Uruguay y el Plata con el acoso y posterior invasión Luso brasileña y toma de Montevideo y, por fin, en el oeste, con los preparativos acelerados de San Martín con el Ejército de los Andes para emprender la epopeya de cruzar la cordillera y reconquistar Chile para la libertad.

Un panorama de guerra, con miles de muertos aquí y allá –la inmensa mayoría, anónimos para la historia−, con provincias que despuntan su voluntad de convertirse en estados autónomos y azuzan al poder central, con los consiguientes liderazgos en disputa –muchos de ellos con jefes locales de real relevancia pero poco conocidos aún por la mayoría de los argentinos−, es el conjunto de escenarios que da cuerpo y el que anima a aquel gesto intrépido −pero cargado de un sentido mucho más terreno que simbólico− de los congresales en Tucumán.

Haciendo justicia con la complejidad del proceso que conjuga revolución y guerra con autonomías provinciales e independencia nacional y cientos de personajes que supieron estar a la altura de los acontecimientos desde distintos lugares, intentaremos dar cuenta de ello en las líneas que siguen.

Dos independencias-Tapa del Libro

Un único globo

Desde hace unos quinientos años que no hay proceso social y político del mundo que pueda estudiarse sin atender a la situación “global”. Así como –más cerca en el tiempo− la independencia de la mayoría de los países africanos fue un “reguero de pólvora” que se extendió en el continente después de la Segunda Guerra Mundial; la independencia de la mayoría de los territorios hispanoamericanos guarda sincronía y hasta ritmos si se quiere coincidentes.

Tras las revoluciones de Estados Unidos y Francia de finales del siglo XVIII, y el sinuoso camino de la Francia napoleónica que finalmente sucumbe ante el poderío de las reaccionarias casas reales europeas, las revoluciones y guerras en Hispanoamérica constituyen el proceso político más importante del mundo de las dos primeras décadas del siglo XIX: en poco más de quince años, entre 1808 y 1825, un continente casi entero alcanzó su independencia y comenzó a conformar nuevos estados nacionales abriendo un camino democrático y republicano. Por fuera de ese proceso quedaron solo el inmenso Brasil y algunos pequeños territorios. Fue un proceso que se adelantó casi un siglo y medio, a la independencia de la mayoría de África, de la India (1947), China e Indochina (1912, 1949 y 1954), Sudáfrica (1960) y de los “países árabes”, desde Irak (1932) hasta Argelia (1962), pasando por el propio Egipto, cuyo reino se creó en 1922. Y no olvidemos que hubo tres “países” que recién se liberaron de sus remisos imperios opresores casi a finales del siglo XX: Angola y Mozambique, de Portugal, en 1975 y el Sahara español, provincia de España hasta 1976.

Esta digresión por el mapa mundial de la descolonización no hace sino dar mayor relevancia y ubicar temporalmente a la verdadera epopeya que se extendió por América, desde México (todavía con Texas y California, mexicanas hasta 1836 y 1848) hasta la Patagonia y sus Islas Malvinas. De allí que –sin forzar analogías y guardando las distancias correspondientes− la gesta de San Martín, Bolívar, Sucre, O’Higgins, Morelos, Artigas, Belgrano, Padilla, Azurduy, Hidalgo, Güemes y Miranda –con otros muchos− debe colocarse en la historia universal a la par de otros apellidos que conforman otras constelaciones y que nos resultan más cercanos como los de Patrice Lumumba, Nelson Mandela, Ho Chi Min , el Mahatma Gandhi y hasta el mismo Martin Luther King, todos ellos líderes o inspiradores de la libertad e independencia o la conquista de los derechos conculcados de sus respectivas comunidades y naciones más de un siglo después.

La independencia de América hispana navegó sobre aguas turbulentas con tensiones y contradicciones y en un marco de política global, con múltiples actores motivados por variados intereses: Inglaterra y Francia, potencias en disputa, intervienen desde un primer plano; los Países Bajos, Alemania, la Rusia de los Zares, el imperio austríaco, los Estados Unidos, la Italia que aún no existía, como “jugadores” más secundarios; y, siempre atento, el Vaticano, con su poderío tutelar. Por supuesto que en primera línea se encuentran los más directamente afectados, las monarquías de España y Portugal, −los “peninsulares ibéricos −, basadas en dinastías entrelazadas pero rivales de vieja data, los borbones y la Casa de Braganza.

Mapa argentina de 1816

El mapa latinoamericano

Cuando se asume la determinación de declarar la independencia en las Provincias Unidas la situación política –local e internacional− no podía ser más crítica. Los primeros gritos libertarios –la “Patria Vieja” de Chile y su Primera Junta (1810) y los levantamientos de Quito y Guayaquil, como los de Chuquisaca y La Paz (todos de 1809), en más o menos tiempo, han sido ahogados en sangre por las fuerzas realistas. En México fusilan a los dos principales líderes revolucionarios, los curas Miguel Hidalgo (1811) y José María Morelos (1815) y la Constitución de Apatzingán, proclamada en 1814, queda sin efecto. En ese mismo 1814 cae la llamada Segunda República de Venezuela, Al año siguiente, la expedición de Pablo Morillo, el “Pacificador”, destinada inicialmente al Río de la Plata, desembarca en sus costas, obtiene rápidos triunfos y obliga a Bolívar a exiliarse en Jamaica.

La declarada libertad americana cuando Fernando VII permanecía cautivo de Napoleón queda en pie solo en el extremo sur del continente. Las batallas de Tucumán (1812) y Salta (1813) así como el combate de San Lorenzo, habían “protegido” a los gobiernos revolucionarios porteños. Los españoles pierden su última plaza en la región con el triunfo patriota en la estratégica plaza de Montevideo en junio de 1814.

Entretanto, tras la batalla de Waterloo, el espectro republicano con el que Napoleón iluminaba Europa se apaga y, de inmediato, el rey Fernando VII recupera su corona, asegura su reinado con una reacción antiliberal que anula todo lo actuado por las Cortes que gobernaron en su ausencia –entre ellas, la Constitución aprobada en 1812−, reprime con dureza a todo sospechado de antimonárquico y fortalece su política al amparo de los principios de la Santa Alianza. Las casas reales de Rusia, Francia y Prusia reúnen sus empeños para frenar al republicanismo; y todos saben que su principal foco vivo en el mundo está en América.

A pesar de los triunfos militares obtenidos los acontecimientos en El Cono Sur latinoamericano no parece pintar mejor. La grave derrota sufrida en Sipe-Sipe, en el Alto Perú, a finales de 1815 ha dejado inerme y sin posibilidad de lucha al Ejército del Norte. Los heroicos comandantes de las “Republiquetas” resisten con fiereza pero escasos medios. La “frontera” se traslada así a Humahuaca y queda bajo la defensa de los gauchos de Güemes, con más compromiso, astucia y valentía que armas y preparación. Pero los realistas repiten sus incursiones en Salta y Jujuy y amenazan seriamente el camino hacia Tucumán que se convierte, de nuevo, en una plaza estratégica.

La Banda Oriental sufría el acoso de las fuerzas luso brasileñas y la esforzada resistencia de las guerrillas de los “Pueblos Libres” –desde las Misiones hasta Entre Ríos− no parece poder poner un freno al avance de estos otros “realistas”. Además, el Litoral sigue en pie de guerra contra Buenos Aires: sucesivamente, Díaz Vélez y Viamonte comandará expediciones para aplastar las veleidades autonomistas de Santa Fe mientras Montes de Oca y el mismo Balcarce acechan y reprimen los alzamientos en Entre Ríos. La provincia de Córdoba, de la mano de José Xavier Díaz, trata de tender puentes con ambos bloques políticos –artiguistas y directoriales−y en Santiago del Estero el indómito caudillo Juan Francisco Borges se debate en armas una y otra vez en la perspectiva de instalar un gobierno autónomo respecto del tucumano: morirá fusilado por los oficiales de Belgrano.

En la propia ciudad capital hay crisis: los directoriales enfrentan la resistencia de los federales como Manuel Dorrego, Manuel Moreno y Pazos Kanki, que imprimen periódicos y panfletos denunciando al gobierno de complicidad con los portugueses y ofrecen repetidos momentos de conflicto con los poderes centrales.

En el extremo oeste, al pie de la Cordillera, San Martín alista un ejército con el plan de invadir Chile y libertarla y, aunque la decisión está tomada, la empresa muy complicada para satisfacerse en hombres y enseres –requiere de capitales, o sea, impuestos gravosos, comprar y traer armas y municiones del exterior, fabricación de pólvora, requisas de animales de carga y, sobre todo, la integración y formación de muchos hombres y jefes confiables−, todas tareas muy difíciles de instrumentar, más aún con un frente interno poco consolidado.

En pocas palabras, entonces, nada de paz acompañaba a la reunión del Congreso en Tucumán. Por el contrario, las noticias que llegaban eran en su mayoría negativas y lo que predominaba en las “provincias unidas” eran los conflictos y las crisis. Sobrevolaba sí, una especie de espíritu que animaba a los congresales, que podríamos titular casi como una “expresión de deseos” de una nueva generación política que arrojada y, de algún modo, acorralada, por los acontecimientos sentía la necesidad de dar otro paso adelante. En efecto, los congresales eran, en su mayoría, hombres de letras mucho más que de acción. Por eso, si la posteridad ha hecho que los congresales de Tucumán sean, en su gran mayoría, personajes poco reconocidos, no es una casualidad: eran personas que preferían el “bajo perfil”. El lugar de los líderes, los caudillos y los revoltosos −tanto los encuadrados como los desobedientes−, era otro.


[1] Ellos fueron, respetando las grafías originales del Acta: Francisco Narciso de Laprida, diputado por San Juan, presidente; Mariano Boedo, vice-presidente, por Salta; Dr. Antonio Saenz, por Buenos Aires; Dr. José Darregueyra, por Buenos Aires; Fray Cayetano José Rodriguez, por Buenos Aires; Dr. Pedro Medrano, por Buenos Aires; Dr. Manuel Antonio Acevedo, por Catamarca; Dr. José Ignacio de Gorriti, por Salta; Dr. José Andres Pacheco Melo, por Chichas; Dr. Teodoro Sánchez de Bustamante, por Jujuy; Eduardo Perez Vulnes, por Córdoba; Tomás Godoy Cruz, por Mendoza; Dr. Pedro Miguel Araoz, por Tucumán; Dr. Estevan Agustin Gazcon, por Buenos Aires; Pedro Francisco de Uriarte, por Santiago del Estero; Pedro Leon Gallo, por Santiago del Estero; Pedro Ignacio Ribera, por Mizque; Dr. Mariano Sanchez de Loria, por Charcas; Dr. José Severo Malavia, por Charcas; Dr. Pedro Ignacio de Castro Barros, por La Rioja; L. Gerónimo Salguero de Cabrera, por Córdoba; Dr. José Colombres, por Catamarca; Dr. José Ignacio Tames, por Tucumán; Fray Justo de Santa Maria de Oro, por San Juan; José Antonio Cabrera, por Córdoba; Dr. Juan Agustin Maza, por Mendoza; Tomás Manuel de Anchorena, por Buenos Aires; José Mariano Serrano, por Charcas; Juan José Passo, por Buenos Aires. El diputado por San Luis, Juan M. de Pueyrredón, designado Director Supremo el 3 de mayo, estaba en viaje; uno de los diputados por Córdoba, Miguel Calixto Del Corro, estaba en comisión en el Litoral y un diputado por Chichas nunca se acreditó, mientras que a José Moldes, de Salta, no se le aceptaron los pliegos. Cuatro o cinco provincias, según se cuente, se mantuvieron al margen del Congreso y no enviaron diputados: Santa Fe, los Entre-Ríos (que comprendían a Corrientes, luego autonomizada), las Misiones (occidentales y orientales) y la Banda Oriental, agrupadas en la “Liga de los Pueblos Libres”.

[2] Del actual territorio argentino, los diputados presentes en la sesión eran de diez provincias: siete por Buenos Aires, tres por Córdoba, dos por Salta, Santiago del Estero, Tucumán, Catamarca, Mendoza y San Juan, uno por Jujuy y La Rioja; el de San Luis estuvo ausente. De la actual Bolivia (Alto Perú) hubo cinco diputados por tres provincias: tres de Charcas, uno de Mizque y uno de Chichas, el otro, Fernández Campero, no participó de las deliberaciones porque prefirió mantenerse en su puesto de lucha.

[3] Por eso, porque en la “capital” sesionó más de dos años mientras que en Tucumán lo hizo nueve meses, en oportunidad de la conmemoración del bicentenario nos permitimos sugerir que se lo llame en adelante “Congreso de Tucumán y Buenos Aires”. Sencillamente, se trata del mismo evento, que originó la primera Constitución “nacional”, aunque también muchos de los congresales y hasta sus autoridades fueron cambiando, renunciados unos, incorporados otros.

Producción: Patricia Ortiz -Caminos Culturales

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